Érase una vez un timonel que fue contratado para llevar un barco. Al principio le pareció que su capitán era un lobo de mar experimentado y curtido en mil batallas contra los elementos y se aprestó a aprender todo cuanto pudiera de él.
Para el primer viaje un millonario alquiló el barco para hacer un recorrido largo y complejo. Había un rumbo más o menos marcado por zonas que a nuestro timonel le parecían un poco arriesgadas y pidió trazar la ruta de nuevo.
"Ve navegando", le dijeron.
El millonario a veces se aparecía y pedía alteraciones, de viva voz, en la ruta. Alteraciones que a veces tenían sentido y a veces eran auténticos disparates.
"Ve navegando", le dijeron.
Una vez, tras un puerto le dijeron que el viaje había terminado. Misión cumplida. Fiesta y champán.
Hasta que después resultó que ese no era el puerto que querían y que todo había sido un error de un empleado del millonario y que había que seguir navegando.
Y las alteraciones en la ruta eran comunicadas oralmente, a veces de forma contradictoria, o a veces garabateadas en una servilleta de una forma bastante incomprensible. Protestó y lo pidió todo por escrito y bien planificado.
"Ve navegando", le dijeron.
Y a seguir órdenes, que para eso era para lo que le pagaban. Aunque fuesen auténticos disparates.
Y siguió pasando el tiempo. El barco empezó a resentirse por tanta navegación a ciegas, sin cartas naúticas ni rumbo fijo, y con el capitán muy ocupado con menesteres más glamourosos.
Y el cliente, en lugar de permitir solucionar los problemas de la ruta empezaba a pedir cosas más bizarras, como pasar entre dos rocas muy juntitas con el barco marcha atrás.
"Ve navegando", le dijeron.
Ya hacía un tiempo que el timón era difícil de manejar por tanto problema de navegación. Pero él seguía al timón. Incluso más tiempo del conveniente.
Y en esto, en un puerto, un capitán de un barco más grande le ofreció su timón.
"No puedo", dijo, "tengo que concluir un viaje".
El nuevo capitán aceptó sus razones y le dejó ir, complacido por la respuesta.
Y en esto el millonario, impaciente por no llegar a donde quería siguió dando instrucciones estúpidas. El capitán comenzó a exigir que fuese a más velocidad de la que daba el barco y que llegase al destino (destino desconocido para el timonel), y le amenazó y le insultó. Después de haberse pasado noches enteras con un café y carámbanos en la nariz mientras trataba de llevar aquella pesadilla de viaje a término le dijeron que le faltaba "implicación". Y además, acababa de decir que no a un barco más grande y más nuevo.
Cuando el nuevo capitán volvió a hablarle, el timonel no se lo pensó: las ratas son las primeras en abandonar el barco, pero los timoneles, cuando se cabrean, son aún más rápidos.
Y es el timonel el que guía el barco. Y es importante tenerlo en cuenta, sobre todo si el capitán sólo sabe agitar los cócteles y animar los bailes.
Epílogo: cuando el barco finalmente se hundió, no se recibió un "SOS". Se recibió un "fue culpa del timonel".
Moraleja: no es lo mismo navegar con rumbo claro y mar espejo, con buenas cartas de navegación, que en un viaje cuyos responsables no planificaron, no estudiaron y que ni siquiera han visto el alcance que iba a tener. Si os veis en una de esas, dejad el barco.
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